sábado, 23 de agosto de 2008

El Big Sur


Tengo el mapa extendido sobre la mesa. El sueño me vence. San Francisco es una ciudad maravillosa, pero hacía un inquietante frío. Berkeley, Monterey y la casa de Stevenson, Salinas y el museo de Steinbeck.


Y el «Big Sur», Dios, el «Big Sur». La autopista 1 junto a la costa, playas solitarias y la puesta de sol más rápida que he visto en mi vida. Eché gasolina en «Gorda», el tipo era un rufián de cuidado.


Noche en San Luis Oblispo. De Santa Bárbara hacia el sur se empieza a notar la influencia de Los Ángeles. Nos acercamos a la California de postal. Santa Mónica hace los honores. En Venice Beach está todo lo que uno espera y hasta ese momento no ha encontrado: gimnasio en la playa y patinadores incluidos. También sobre patines el guitarrista con turbante que sale en unas cuantas pelis.

Los Ángeles es una ciudad inhumana. No hay dimensiones. Todo el día en el coche. No queda nada del ambiente amable y tranquilo de San Francisco. Soy incapaz de pensar en ninguna manifestación de afecto por esa ciudad. Entramos en todos los clubs del West Hollywood desde donde Guns n’ Roses dominaron el mundo. Nos faltó esa pizza en el Rainbow. Dos conciertos en el Viper ―me sorprendió lo pequeño que era― y otro más en el Key Club. Nos colamos en el Rox. Mucha impostura.

Después: el desierto. La expresión «tierra de paso» adquiere pleno sentido camino de San Bernardino. Camiones, moteles y gasolineras. Los desiertos de California son una tierra durísima. Sobre todo para el alma.

Aúllan los coyotes en el Joshua Tree. Hay luna llena y tanta luz le confiere un aspecto aún más irreal. Noventa millas de carretera cortan el Mojave, noventa millas sin nada. Parada en la 66 antes de Las Vegas.

Todo al rojo en el Bellagio. Hay que ir a Las Vegas antes de dejar este mundo. Yo, desde luego, pienso volver. La primera vez que vi Times Square al anochecer pensé que el mundo estaba en guerra tan sólo para que aquella hoguera se mantuviese siempre encendida. Al lado de Las Vegas aquello es un juego de niños. Leones vivos dentro de los hoteles, reproducciones casi a escala real de la Torre Eiffel y del puente de Brooklyn. Hielo en mitad del desierto. Quizá el último gran sistema sea el de Freud. Que lo desarrollase a partir del estudio de lo patológico resulta, desde luego, sintomático. Para entender Occidente hay que pasar por Las Vegas.

Las Vegas es el exceso, América la intensidad.

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