miércoles, 23 de julio de 2008

Teoría de la lírica

Al César lo que es del César.

Hace unos días les dije que la primera conferencia a la que asistía de The School of Criticism and Theory fue lamentable. Eso me mantuvo unos cuantos días alejado de, en otro tiempo, tan apetecible foro. Volví con ocasión de la intervención de Hal Foster. No comenté nada por aquí porque fue más de lo mismo. Una patochada. Y el caso es que los libros que he ojeado del tipo en cuestión parecen bastante serios. La audiencia, como en la ocasión previa, histriónica.

Pero hoy era el turno de Jonathan Culler y de su Teoría de la lírica. Serio. Sabía de lo que hablaba (y eso, hoy en día, es lo que marca la diferencia). No me ha cambiado la vida, pero ha estado a la altura de lo que esperaba de un seminario como ése y de una institución como Cornell. El hecho de que citase a Northrop Frye en un par de ocasiones no ha hecho sino ayudar a que me cayera mejor, claro. Una insensata voz procedente del público se ha quejado de que no estaba de acuerdo con Frye (¡!), que durante muchos años el programa de su departamento consistió en desarrollar las propuestas de Frye (¡¡!!), y que afortunadamente ya no era así (¡¡¡!!!). Vive Dios.

Ha usado a Safo (en una maravillosa traducción inglesa), a Goethe (Heidenröslein; La rosa del brezal) y a Baudelaire. A éste último me lo encuentro últimamente por todas partes. Clarividente y enfermizo a partes iguales. Fragmentos de su correspondencia y unos maravillosos versos de Obsession me han convencido definitivamente para que indague más en este francés lúcido donde los haya.

Ha insistido en la preeminencia de la función deíctica o inclusiva en la poesía. De lo más interesante me ha parecido el señalar la importancia de las convenciones que demarcan un monólogo dramático. Me parece preclaro y esencial pero, ¿cuáles son esas convenciones?. Nótese que en esta respuesta puede estar también la de la pregunta ¿en qué consiste la poesía?. También se ha hablado ―sin nombrarlo― del concepto de «dramatización implícita» de Kenneth Burke. Pero lo más impactante de la tarde ha sido la intervención de una chica desde la última fila. Después de una farragosa introducción, o justificación, o confesión (no sé cómo demonios tildar el inicial galimatías), ha preguntado: «¿por qué Dios habla poéticamente?». Me ha dejado noqueado. Creo que habría que unir esta cuestión a las dos precedentes. De ese modo no avanzaríamos absolutamente nada en nuestro conocimiento. Pero tendríamos cercado el asunto.

La respuesta de Culler ha sido maravillosa. Aunque nadie parece haberse dado cuenta. Tampoco él. Ha dicho que lo que distingue al habla de los dioses no es su carácter lírico sino su laconismo.

Destaco dos libros ―que no he leído― de la bibliografía proporcionada:

Austin, J.L., How to Do Things With Words, Harvard, 1975
Genenette, G., Introduction à l’architexte, Seuil, 1979

También me da muy buena espina la nueva «Introducción» ―a propósito del vigésimo quinto aniversario de su edición― de Jonathan Culler a su On Deconstruction: Theory and Criticism After Structuralism, Cornell University Press, 2007.

lunes, 21 de julio de 2008

La vieja e inquietante América


Hace ya unos días que vi The Old, Weird America: Harry Smith’s Anthology of American Folk Music (no sé cómo se traducirá finalmente pero sería algo así como: La vieja e inquietante América: Antología de la música folk americana a cargo de Harry Smith).

Podría decirse que Harry Smith es al folk lo que Alan Lomax es al blues. En 1952 ―nótese que aún no había internet― Harry Smith puso en el mercado una monumental colección de seis discos (ochenta y cuatro canciones) de música tradicional americana grabada a finales de los años veinte y comienzos de los años treinta del pasado siglo. Cada canción incluía una nota biográfica del autor, recortes de prensa de la época, referencias cruzadas a otras interpretaciones, dibujos… En definitiva, una labor archivística y sintética sobrehumana. La compilación de Harry Smith permitió la difusión de un legado que, de otro modo, hubiera caído en el olvido más absoluto. El resurgir de la música folk en los años sesenta posibilitó el encuentro entre algunos de los intérpretes de esas canciones y la nueva hornada de artistas que se arremolinaban en torno a los campus americanos. El choque era evidente. Ancianos de setenta años ―la mayoría de ellos no eran músicos profesionales― actuando frente a una multitud de jóvenes.

En 1991 la colección fue puesta en el mercado en formato cd y se organizaron una serie de conciertos conmemorativos. El propio Harry Smith recibió un Grammy honorífico por su labor. Ese mismo año, Harry Evertt Smith moría en el Hotel Chelsea de la ciudad de Nueva York.

En 1997 su celebrada colección se lanzó al mercado en formato cd y se organizaron varios conciertos conmemorativos en los que bandas «contemporáneas» ofrecían su particular visión de algunas de esas canciones.

La película en cuestión es un collage en el que se nos ofrecen imágenes de dichas actuaciones ―inexplicablemente ninguna canción completa― mezcladas con entrevistas a aquellos que le conocieron ―especialmente emotivo resulta el caso de Allen Ginsberg―, imágenes documentales del propio Harry Smith y de los mencionados encuentros entre los jóvenes de los sesenta y unos ancianos que les miraban con cierto estupor.

La película contaba con unos materiales excelentes pero el resultado es un tanto desigual. Lo más interesante lo constituyen sin duda las imágenes de archivo de los sesenta. Las apariciones de Harry Smith resultan ―perdóneme quien se sienta ofendido― un tanto patéticas. Me explicó, el tipo de arte que practicaba Harry Smith (no era tan solo un coleccionista sino que hacía películas, pintaba…) ha envejecido francamente mal, además, lo que gran parte del público de la sala donde vi la película interpretaba como una graciosísima excentricidad ―a juzgar por las risas con las que trufaban cada una de las apariciones de Smith en pantalla―, eran signos de una perturbación mental en toda regla. Ello se fue acentuando con los años, o tal vez Harry Smith simplemente se fue haciendo viejo. Y solo cabe describir como «pobre hombre» al tipo que a duras penas acierta a recoger el Grammy en el 91.

A la incomprensible decisión de no ofrecer ni una sola interpretación completa se une el dudoso criterio a la hora de elegirlas. Cuando uno cuenta con algunos de los músicos que mejor han sabido reinventar la música folk y convertirla en eso que llaman simplemente americana ―como es el caso de Rufus Wainwright o Wilco― resulta inexplicable como no son las suyas las interpretaciones elegidas. Nick Cave sí aparece, simplemente correcto. Beck bien, y quien está soberbio es Lou Reed… ¡en clave de blues!. Ya es la segunda vez que le veo en un lance parecido ―la otra ocasión fue en la muy recomendable The Soul of a Man de Win Wenders― con excelentes resultados. Es curioso porque, en su momento, la Velvet Underground se negaba a hacer ninguna canción blues por aquello de distinguirse del resto de bandas. Si alguna vez Lou Reed sacase un disco de blues yo sería el primero en hacer cola en la tienda. Qué bueno.

Pero, como decía, el resultado es un tanto irregular. Uno se queda con la sensación de que los artistas originales eran infinitamente más honestos y directos que las actuales bandas. Éstas últimas resultan un tanto afectadas, demasiado teatrales. Y, más grave todavía, lo que queda absolutamente manifiesto es cómo aquellos ancianos que tocaban en los porches para familiares y amigos, que en la mayoría de los casos jamás recibieron dinero alguno a cambio de su música… ¡eran mucho mejores músicos!. Con honrosas excepciones.

Insisto, la película es interesante ―cómo para no serlo con semejante material de partida― pero en modo alguno cambiará la vida de nadie. La mencionada The Soul of A Man me parece, por ejemplo, muy superior. Esto me recuerda que he de acometer la tarea de ver ―no de una tacada― todas las películas que forman el ciclo que Scorsese dedicó al blues.

Quizá una pregunta que flota en el aire es por qué el blues ha aguantado mejor el paso del tiempo que el folk, por qué resulta, en definitiva, más moderno. La réplica consiste en mostrar como uno de los estilos ―el mencionado americana― que gozan de mejor salud en el maltrecho panorama del rock no existiría sin el folk, claro.

A todo esto, después de llevar años diciendo que los últimos discos de Dylan no me terminan de convencer ―sobre todo porque ya no canta―, he de decir que el último, Modern Times, es tremendo.

Coda: el genio a la pluma no lo ha perdido jamás. Mississippi es una de las mejores poesías de todos los tiempos.

miércoles, 9 de julio de 2008

Zydeco

Zydeco (pronúnciese «dsaideko») era un estilo musical para mí desconocido hasta el año pasado. Aquí en Ithaca, en el Apple Festival ―que se celebra al comenzar el otoño―, una banda local me lo descubrió. Es de origen criollo (la mayoría de las bandas son de Nueva Orleans) pero actualmente se toca por todo el país. Suena americano, claro, y eso significa country por alguna parte, pero es algo más. El mejor resumen que se me ocurre es decir que tiene todas las ventajas del reggae y ninguno de sus defectos.

Es alegre y contagioso pero no frenético, pone de buen humor y obliga a seguir el ritmo quiérase o no. Pero, a diferencia del invento jamaicano, no resulta cansino.

Esta vez se trataba de un concierto en un parque natural, una inmensa explanada de hierba con familias y amigos extendiendo manteles y toallas con el picnic, al final el escenario y, detrás, el lago. Li’l Anne and Hot Cayenne era la banda. Me hice con su último disco.

En otro orden de cosas, «My Generation», el primer disco de The Who, es lo que suena mientras escribo esta líneas. Puede parecer una recomendación un tanto obvia pero es absolutamente fabuloso. El más bluesero de los suyos. No puedo parar de escucharlo. La edición con temas extra y remasterizada es altamente recomendable. Qué buenos. Ahora mismo mi podio The Who lo conforman:

1. «My Generation». Sólido como una roca. No falla ni un solo tema.
2. «Quadrophenia». Nunca he soportado la mezcla de orquesta ―y, en general, instrumentos de viento― y rock. Ésta es la gran excepción. Temas como «The Real Me», «I’m one» o «Love, Reign o’er me» lo dicen todo.
3. «Who’s next». Aunque en conjunto puede resultar un tanto irregular contiene los tremendos «Won’t get fooled again» y «Baba O’Riley» (ambos usados en las sintonías de C.S.I. Miami y C.S.I. Nueva York respectivamente).

viernes, 4 de julio de 2008

Esperando al cuatro de julio

Estados Unidos es un mundo en sí mismo. A ratos es todo el mundo. Se me antoja el mejor lugar sobre a tierra… si uno se ha formado un criterio previamente en otro lugar. Atravesar la adolescencia ―extiéndase este periodo cuanto proceda― en este país debe de ser un absoluto infierno. Los institutos y universidades son auténticas industrias de adocenamiento. Y no por los profesores ni por el sistema educativo. Por los propios jóvenes / estudiantes. La cultura de consumo no es que haya prendido en ellos. Es que ellos son la cultura de consumo. No parece casual que los mejores ejemplos ―en el pensamiento y el arte― de actitud crítica y trabajo de calidad sobrepasen con creces los cuarenta. Hay gloriosas excepciones, supongo. El caso es que, en estos momentos, no me viene ningún nombre a la cabeza.

Pero tienen la música. No sé durante cuánto tiempo pero la tienen. Creo que la tienen a pesar de sí mismos. También eso puede cambiar, claro. Mientras tanto, vengo de ver un emocionante concierto a cargo de The Burns Sisters.

Azar es el nombre que los mortales dan a un destino que ignoran.

martes, 1 de julio de 2008

Gringos

Me gustaría mentir y decirles que vengo de una excelente conferencia presentada en el marco de The School of Criticism and Theory en la Cornell University. El caso es que vengo de allí, sí, y, muy a mi pesar ―pues siempre anhelé formar parte de ese curso―, he de decir que si en España lo de las conferencias está mal, al otro lado del océano no nos van a la zaga. Dios de mi vida, ¡cuánta osadía!, ¡qué impostura!, ¡qué desvergüenza!. Juego de naipes con etimologías, obviedades planteadas con aplomo… ¡con éxito de crítica y público!. La excusa para tamaña afrenta al buen sentido ha sido el término «viabilidad». Tremendo.

Por un momento he entendido a T.S. Eliot, escapando, renunciando a la nacionalidad estadounidense y exagerando sus maneras británicas hasta el paroxismo. La cuestión es huir, claro, pero... ¿hacia dónde?.

Pero la naturaleza me ha devuelto el buen ánimo que la impostada civilización amenazaba con arrebatarme. No tenía recuerdo de haber visto una luciérnaga en mi vida. Decenas de ellas revoloteaban frente a mi porche a la hora del crepúsculo, luces cómplices respondían desde el bosque.

Jagged Little Pill es el disco de hoy. El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, un título que da para mucho y cuya lectura ―ante ustedes, aquí y ahora― prometo acometer.