sábado, 23 de agosto de 2008

Lo telúrico


A veces no hay nada más peligroso que una postal. O tal vez una película. No las que se envían por correo ―cada vez menos― ni las que se acude a ver al cine ―cada vez menos―. No, el peligro reside en aquéllas con las que se contempla el mundo. Las que se persigue encontrar o se desea protagonizar.

Si Estados Unidos domina el mundo ―y lo domina― es por su… llamémosle «cultura». Quien espere toparse con lo que su bendita ficción nos ofrece, sin duda lo logrará, pero las sensaciones que le provocará son completamente distintas de las esperadas. De repente, uno ya no es el mismo.

Pero lo que nos ofrece la cultura no son sino símbolos de la naturaleza. Y es ésta última la que nos atrapa. Puede que esto no suceda jamás, claro. Lo cual no afecta en nada a la cultura, ni, obviamente, a la naturaleza. Tan solo sirve para distinguir a los fieles.

¿Puede un paisaje arrancar lágrimas?, ¿se puede amar una tierra?.

Hasta hace no demasiado creía que el desarraigo era la condición normal de todo adulto que se tuviese por tal.

Me he rendido. Tengo esta América metida en la sangre. Y ella me tiene a mí.

P.D.: «You cheated me», de Martha Wainwright, es la canción para esta extraña noche.

El Big Sur


Tengo el mapa extendido sobre la mesa. El sueño me vence. San Francisco es una ciudad maravillosa, pero hacía un inquietante frío. Berkeley, Monterey y la casa de Stevenson, Salinas y el museo de Steinbeck.


Y el «Big Sur», Dios, el «Big Sur». La autopista 1 junto a la costa, playas solitarias y la puesta de sol más rápida que he visto en mi vida. Eché gasolina en «Gorda», el tipo era un rufián de cuidado.


Noche en San Luis Oblispo. De Santa Bárbara hacia el sur se empieza a notar la influencia de Los Ángeles. Nos acercamos a la California de postal. Santa Mónica hace los honores. En Venice Beach está todo lo que uno espera y hasta ese momento no ha encontrado: gimnasio en la playa y patinadores incluidos. También sobre patines el guitarrista con turbante que sale en unas cuantas pelis.

Los Ángeles es una ciudad inhumana. No hay dimensiones. Todo el día en el coche. No queda nada del ambiente amable y tranquilo de San Francisco. Soy incapaz de pensar en ninguna manifestación de afecto por esa ciudad. Entramos en todos los clubs del West Hollywood desde donde Guns n’ Roses dominaron el mundo. Nos faltó esa pizza en el Rainbow. Dos conciertos en el Viper ―me sorprendió lo pequeño que era― y otro más en el Key Club. Nos colamos en el Rox. Mucha impostura.

Después: el desierto. La expresión «tierra de paso» adquiere pleno sentido camino de San Bernardino. Camiones, moteles y gasolineras. Los desiertos de California son una tierra durísima. Sobre todo para el alma.

Aúllan los coyotes en el Joshua Tree. Hay luna llena y tanta luz le confiere un aspecto aún más irreal. Noventa millas de carretera cortan el Mojave, noventa millas sin nada. Parada en la 66 antes de Las Vegas.

Todo al rojo en el Bellagio. Hay que ir a Las Vegas antes de dejar este mundo. Yo, desde luego, pienso volver. La primera vez que vi Times Square al anochecer pensé que el mundo estaba en guerra tan sólo para que aquella hoguera se mantuviese siempre encendida. Al lado de Las Vegas aquello es un juego de niños. Leones vivos dentro de los hoteles, reproducciones casi a escala real de la Torre Eiffel y del puente de Brooklyn. Hielo en mitad del desierto. Quizá el último gran sistema sea el de Freud. Que lo desarrollase a partir del estudio de lo patológico resulta, desde luego, sintomático. Para entender Occidente hay que pasar por Las Vegas.

Las Vegas es el exceso, América la intensidad.

martes, 12 de agosto de 2008

Tristes tópicos


Colaboro poco en este blog. Menos de lo que debería, al menos. Esto va por gustos claro. No hace falta tener ideas demasiado retorcidas para opinar lo contrario, para opinar que escribo demasiado y que podría dedicarme a otras labores. Ya digo, va por gustos. Una de las cosas que me frenan para no colaborar más es que tengo cierta tendendia a extenderme, tendencia que contradice el espíritu del formato. Si es verdad que el medio es el mensaje (y no lo discuto) contradecir el espíritu del formato es la forma más rápida de ser expulsado de la mediocridad que habita el centro a los extremos, donde se encuentra la genialidad y la estupidez plena. Me conozco lo bastante para saber de cuál de estos puntos estoy más cerca (parecen puntos extremos, pero en realidad comparten lindes inquietantes) y por eso, por conveniencia, intento contenerme.
Tengo tendencia a explayarme, ya lo he dicho. Todo lo que quería decir en el primer párrafo, y no lo he conseguido, es que colaboro poco en este blog, pero no dejo de leerlo. Lo leo porque me gusta, y también porque este blog no es ajeno a la idea de servir como punto de encuentro con amigos que no están cerca y a los que se echa en falta. Por eso leo atentamente las entradas, y hoy, en una de ellas, me he topado con una frase sorprendente: "ha habido un tiroteo en Knoxville". La frase forma parte de la entrada anterior a esta.
Por supuesto, una frase así no puede ser inocente de cierto deseo de epatar.Ninguna objeción al respecto. En mi caso lo logra con creces. Por la frase en si y por el contexto de cotidianeidad en que se inserta. Por la frase en sí y porque enlaza con una cierta imagen que es falsa y simplista y al mismo tiempo latente y hasta precisa. Es la imagen del tópico. Tópico es decir que en los EEUU sólo hay pueblerinos armados. Además de tópico es falso. Los EEUU tienen, según todos los baremos y clasificaciones que conozco, las mejores universidades del mundo. En esas encuestas o porras eruditas que cada año intentan adivinar el próximo nobel de literatura no faltan tres o cuatro norteamericanos (ningún español a la vista), tres de los cuales seguramente lo merecen y quedarán en esa lista, a ratos vergonzosa, de nombres que lacran la supuesta magnitud del premio. Los EEUU son el estado más poderoso de la Tierra, y eso no se consigue con catetos armados. Pero, no se me ocurre ningún otro lugar de la tierra en el que se pueda integrar un tiroteo con esa familiaridad casi casi entrañable.
Entrañable, por cierto, viene de entrañar -comparte raíz, más bien- y alude a lo más hondo.
En mi tierra gallega también abundan los tópicos. Los principales son los de magias y la supuesta ambigüedad gallega. Son tópicos, claro. Pero no conozco otro lugar en el que un pueblo entero asegure, con toda familiaridad, haber visto una procesión de fantasmas.
Recuerdo ahora el caso de cierta habitación que hay en una entrañable casa gallega. La llaman "a do neno" (la del niño) y tiene la particularidad de que en ella se mecen los muebles. Entendámonos. No hablo de nada paranormal, aunque, por supuesto, haya mucha gente que se apunte de inmediato a esa interpretación. La habitación en cuestión tiene la particularidad de que, cualquier objeto (en realidad sólo objetos de cierto tamaño) que se coloque en ella estáticamente al cabo de un tiempo comienza a mecerse a ritmo regular. Por supuesto, alguna razón física habrá que pueda explicar este fenómeno que, por lo demás, se produce con una regularidad que se me ocurre calificar de "científica". Naturalmente, esta razón no es tan poderosa como para mecer milagrosamente armarios u objetos pesados, pero sí alcanza a cimbrear visiblemente objetos predispuestos a ello, tales como cunas -de ahí el nombre de la habitación-, mecedoras, objetos esféricos...
Alguna razón física habrá para ello y, sin conocer dicha razón, no dudo ni por un instante de su existencia, pero tampoco dudo del misterio de que el fenómenos se produzca justamente allí, en el lugar del tópico, donde los objetos se mueven y los muertos se levantan con la familiaridad con que se tirotean en Knoxville u ortorgan premios en Estocolmo. No dudo del misterio de que, sin saber cómo, los tópicos, que son falsos (y no intento ninguna ironía), que son simplistas y generalizadores parecen ser capaces de ajustarse sobre la realidad (tal vez sea al revés) para convertirla en una imagen de sí misma justamente allí donde esa imagen ya estaba antes.

viernes, 1 de agosto de 2008

Hudson River


De Ithaca al Tower Inn (Guilford, Connecticut) hay unas 300 millas. Paro a comer en un diner de la ruta 17. Contrariamente a lo que cuentan, la camarera es, una vez más, de lo más simpático. Me siento junto a la ventana, tras una pareja tatuada de edad indefinida. Entra un tipo y pregunta por el especial del día. Ha habido un tiroteo en Knoxville. Lleno el depósito y continúo deleitándome con el dial. La carretera me acepta como a uno de los suyos. El estado de Nueva York parece un bosque interminable. Cada vez disfruto más. Y entonces llega el Hudson. Y lo cruzo por el Tappan Zee Bridge, y suena esa canción, la canto yo también, subo el volumen y, con lágrimas en los ojos, por un instante, creo que LO TENGO.